
tl;dr 5/10
Dicen que cualquier cosa sabe mejor cuando uno tiene hambre. No es sólo un dicho, la ciencia lo respalda: el cuerpo agudiza la sensibilidad al sabor como mecanismo de supervivencia. Tal vez por eso aquella primera vez en Tacos Zetter, después de un día largo y con el estómago vacío, la experiencia me pareció aceptable. Llegamos tarde, casi al cierre, con pocas opciones disponibles: carnaza, chorizo y suadero. Encontramos buen confitado, un balance decente de sabor, y pensé que valía la pena volver para formarme una opinión más justa.
Así lo hice. Y la segunda visita, lejos de confirmar mis primeras impresiones, terminó borrándolas.
Pedí lo básico: pastor, bistec, chorizo, suadero y tripa. Todos llegaron apretados en un plato pequeño, casi indistinguibles entre sí. Y así mismo sabían: planos, sin matices, sin evocación. La salsa, en lugar de acompañar, arrasaba. No era el picor, o la falta de, lo que molestaba, sino un sabor tan dominante que se escurría sobre los tacos y los opacaba por completo. Como en el plato, costaba distinguirlos. El pacto sagrado entre taco y salsa, aquí, estaba roto.
El pastor merece mención aparte. Aún me desconcierta esta costumbre de ofrecerlo sin trompo. Lo sigo pidiendo, quizá por necedad, y lo sigo lamentando. El resultado fue lo esperado: una adobada tímida disfrazada de pastor.
El suadero, por su parte, pasó de lo anodino a lo francamente malo. Sin sazón, sin confitado, duro y nervudo. Más castigo que antojo.
El servicio, eso sí, fue atento y cordial, incluso ofreciendo pago con transferencia, algo que se agradece. Tal vez por eso, y por los precios accesibles, el lugar mantiene siempre largas filas. La simpatía y la facilidad de pago son un consuelo cuando el sabor falla.
Al final, Tacos Zetter se queda en tierra de nadie: no decepciona del todo, pero tampoco emociona. Su mayor virtud quizá sea que, con un poco de suerte, terminen olvidados antes que criticados.
Deja un comentario