tl;dr 2/10

Tacos Fermín se esconde a plena vista, al fondo de un estacionamiento sobre López Mateos. No necesita letrero ni decoración llamativa: basta con la columna de humo que delata su presencia a varios metros de distancia. Ese humo bullicioso se ha convertido en parte de su reputación, acompañado del murmullo constante de quienes los señalan como un referente en la ciudad, siempre con la inevitable mención a su salsa de aguacate. Con tantas recomendaciones, era difícil no llegar con cierta expectativa.

El primer encuentro, sin embargo, fue todo menos agradable. El estacionamiento estaba saturado, apenas quedaba espacio para caminar entre mesas repletas y una nube densa de humo que más que abrir el apetito, lo entorpecía. El desorden parecía ser parte de la dinámica del lugar.

La carta es tan breve como prometedora: asada y tripa. Dos clásicos que, en teoría, no necesitan adornos para brillar, además de mis favoritos. Pero la realidad fue distinta. La carne llegó sobrecocida, sin jugo, sin profundidad de sabor. Irónicamente, pese a la humareda que envuelve el sitio, el ahumado casi no se percibe. La tripa, por su parte, compartía el mismo destino: generosa en presentación, pobre en ejecución.

Las salsas, que deberían dar carácter al conjunto, tampoco ayudaban. Más bien generaban dudas: apariencia descuidada y, para colmo, un hallazgo inaceptable en una de ellas, un cabello que marcó el punto de no retorno en la experiencia.

El servicio, como era de esperarse, iba a la par del caos. Meseros rebasados, tiempos largos de espera, incluso para algo tan sencillo como la cuenta.

Desconozco si Tacos Fermín vive de glorias pasadas o si la fama reciente los sobrepasó, pero lo cierto es que hoy la experiencia se siente sobrevalorada y costosa. Una promesa de sabor reducida a humo, ruido y mediocridad.